viernes, 8 de septiembre de 2017

Historias de Mi Casa por Clara Isabel de Pool Rodríguez


El pasado mes de Mayo falleció mi querida Tía Clara Isabel de Pool Rodríguez (Clarita) mi tocaya, quería rendirle homenaje y que mejor tributo que publicar una faceta de su vida, que como buena de Pool, escribía, pintaba en fin era amante de las artes. 


En esta ocasión escribió sobre “Palermo” la casa ubicada en la Avenida El Milagro de Maracaibo, llena de belleza, carisma e historia para muchos de los de Pool que compartimos grandes momentos y que desafortunadamente nada queda de ella.

Esta historia fue publicada en la V Edición Aniversaria del Diario la Columna de Maracaibo el Jueves 8 de Septiembre de 1994, pag. 3, 4 y 5


Esta es su historia.

 Historias de mi Casa 

Hace tiempo que quiero contar las cosas de mi casa, que son las historias de las casas de Maracaibo. Esas cosas de ayer que a lo mejor son buenas para hoy.

Quiero contar como “Papá Viejo” construyó Palermo.



Hará unos cien años, José María Pulgar y Elena de Pool se comprometieron en matrimonio. Ella contaba con dieciocho años y él veintiuno. Papá Viejo, como lo llamábamos sus nietos adoptivos, trabajaba de oficinista en el “Gran Ferrocarril de la Ceiba” y Mané, como se le llamó siempre, la menor de diez hermanos; vivía con su mamá dedicada al hogar y a cuidar de cuanto sobrino, hermano o cuñado se enfermara en la familia.

Nota: En la foto de la izquierda Papá Viejo (José María Pulgar), Mané (Elena de Pool Rodenas) y Violeta Pulgar de Pool. Foto de la derecha Mane y su hija Violeta Pulgar



Sabiendo lo que se sufre de andar de casa en casa, le dijo a Papá Viejo: 
- José María, hasta que no tengamos casa propia no nos vamos a casar.

Para lograrlo se pusieron a trabajar zapatería en los ratos que les dejaba libres sus propias ocupaciones. Hormas, leznas, martillo, tachuelas, hilos, agujas y trabajo, incesante trabajo, hasta reunir los cuatrocientos bolívares que costó el terreno. 

Ubicado en el Milagro, estaba lejos de Maracaibo, es decir, del centro. El tranvía sólo llegaba hasta la esquina. Pero era ellos querían: grande, para sembrar barbacoas y poner un patio de gallinas. Papá Viejo, como todo hombre de esa época, sabía hacer de todo y su pasión era la carpintería. 



Empezó la construcción con la ayuda de un maestro de obra y un albañil. Montó su banco y todas las tardes, al salir del ferrocarril, se dedicó a construir no sólo las ventanas y las puertas, sino que, amorosamente, armó primorosos portones, caló de arabescos las maderas y llenó de romanillas las divisiones de la casa. 

Los portones se abren a los cuartos y encima tienen arcos adornados con vidrios de colores. Tres arcos también forman la división entre la sala y el corredor y entre los tres arcos hay un gran portón calado, que nunca se ha abierto. 


  Por su parte, el maestro de obra y el albañil levantaban, con horcones y barro, caña, paja y piedra de ojo; las paredes.

Los sábados y domingos el trabajo se hacía más liviano porque los amigos venían a ayudar y, de paso, se traían una botellita para animarse. Entre estos estaban Armando Molero que, con su guitarra, sentado sobre el cerro de barro; practicaba sus canciones. Y a ese amigo que animó con su canción la casa, el abuelo lo escuchó siempre, lloviera, tronara o relampagueara. En mi casa, a las doce, no faltó un solo día, mientras él vivió la voz de Armando Molero, acompañando su almuerzo. 



Cuatro años le llevó terminar las piezas de adelante, la sala, el corredor, los dos cuartos con sus mosaicos de Santa Lucía y, atrás, la cocina y el baño. 

 Ya habían pasado casi dieciocho años cuando se casaron… porque las cosas se hacían “a su debido tiempo” y el matrimonio era para toda la vida. Y Papá Viejo le dio a Mané la casa que ella pidió, con un gran patio donde cabían todas las matas que quería sembrar.









En el patio de atrás estaban el “cuarto de allá afuera”, el tanque de los patos, especie de gran de gran jaula donde los patos se recogían de noche y se bañaban en un estanque que había en el centro; la patera, que era en realidad la carpintería y, luego, el palomar, donde no entrábamos porque había muchos piojitos de gallina. 

En el fondo las barbacoas sembradas de toda clase de verduras y hortalizas. Y en el último rincón de atrás, debajo de un cují, un chiquero, donde siempre se estaba criando un cochino. 

Del otro lado estaba el gallinero, donde se treparon enredaderas de “bellísimas” y de “carácter de hombre”. Papá Viejo hizo realidad el sueño de Mané y la felicidad se paseó siempre por esa casa levantada por los dos, con sus manos, con tanto amor. Y nunca pudo ni el dolor ni las adversidades enturbiarla. 

La vida se acepta sencillamente, con sus alegrías y tristezas, porque la fe es más grande que un grano de mostaza. 

En las gaitas de la familia reza el verso dedicado a ella:
 La señora de Pulgar/
 Muy ufana con su hato/ 
No más que quiere pensar/
En su jardín y en sus patos/

Después la fueron agrandando, le hicieron comedor, esa gran pieza donde se podían colgar diez hamacas, porque aunque eran sólo tres en la casa nunca hubo menos de diez. 


No hace mucho se le cambió al comedor el piso de cemento por los últimos mosaicos hechos en Santa Lucía. 


Era la casa grande, abierta, donde cabían todos. Techo y asilo para tías solteronas, hogar para más de un huérfano y sitio donde se enseñó a rezar y a leer a casi todos los muchachos del vecindario.

Algunos llegaron a pasarse unos días y se quedaron para siempre, y nunca ha faltado un gatico, pájaros y perros que hayan decidido adoptarla por su cuenta. 

En el comedor, en “la medio día”, mis tías se sentaban a conversar, rezar los “quince misterios” y dedicarse a su labor favorita. Tía Rebeca tejía “frivolité” y les hizo manteles a todas las iglesias de su época. Lolita tejía de cocuiza y Pinita hacía muñecas de trapo y soles de telar. Mané se sentaba frente a la puerta del comedor, donde se tejía crochet y al lado ponía la sillita chiquita, donde sentaron tres generaciones de muchachos, unos a aprender a leer en el libro primario de Alejandro Fuenmayor, otros con el catecismo para hacer la primera comunión y algunos, como yo, con pabilo y aguja de tejer, aprendimos a hacer cadenetas y palotes hasta que el reloj del comedor daba las cuatro. 


Allí estaba la juguetera donde reposan, suspendidos en el tiempo, los jueguitos de café, los cochinitos que todavía bailan, el bebé que gatea, las maquinitas, la vaca que muge, el tío vivo de anime y una mesa servida con sus platos, cubiertos, copas, servilletas y hasta los panes; y sentados arriba…Carmen, Consuelo, Ricardito, Iris…los muñecos de porcelana. 







En mi casa las muñecas de trapo jugaban con las muñecas de porcelana. En el patio de la derecha se construyeron dos aljibes que recogían el agua que caía de las canales y, para que el agua estuviera siempre fresca, les hicieron arriba una enramada donde Mané colgó helechos y enredó jazmines. 


Del lado izquierdo, la cocina. Con sus grandes armarios donde todavía se guarda la paila donde se hace el guiso de las hallacas y el pastel. La chimbera para hace los huevos chimbos y la olla de cobre en la que Mané, sentada en la “sillita chiquita”, frente a un anafe, revolviendo con una paleta con la mano derecha y soplando al mismo tiempo con un abanico de palma de coco trenzado con la izquierda; hacia las conservas. 


De coco, conchitas de naranja y la especialidad: la conserva y el cristal de guayaba. El majarete, manjar blanco, dulce de hicaco y limonsón se hacían en la cocina. 


En una esquina está la jaula donde siempre hubo loro llamado “Pepe”, al que se le enseñaba a decir, entre otras cosas: “Lorito real para la España y no para la Portugal”. 

En otra esquina, el cardenal de Pinita, que casi hablaba; y a la salida del patio estaba el turpial que anunciaba con su ritmo la entrada de los visitantes. Llegaron a la muerte de Gómez y hasta mis hijos los conocieron, casi treinta años después. 



A la salida de la puerta del comedor el jardín sembrado de rosales…La Duquesa…era la rosa preferida de Mané. En el centro, bajo la sombra de un “No me olvides”, la gran pajarera que llenaba el día de trinos y colores. La noche la poblaban de fragancias los nardos, el azahar de la India, la madreselva y el más humilde y sutil de la resedá. Las azucenas eran exclusivas para la Virgen. 

El camellón de la entrada lo bordeaban las “buenas tardes” y en la esquina del frente, cual silencioso vigilante, se erguía el molino de viento. 

Nota: este video es realizado, por Ramón R. de Pool, hijo de Tía Clara, basado en esta historia. 

La pusieron “Palermo” no sé por qué y, como en la ciudad de Italia, en la cerca había otra puerta donde se leía “El Paso Real” 


por Clara Isabel de Pool Rodríguez

                                                                             




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